Tu Orgullo Nos Inspira: ¡ADIÓS, CHERNÓBIL! (2do lugar, relato)
Cada año, durante el Mes del Orgullo LGBT+, lanzamos nuestra campaña #TuOrgulloNosInspira con actividades de incidencia política y cultural para reconocer, visibilizar y honrar las luchas y activismos LGBT+. En esta edición queremos compartir con todxs los textos ganadores del concurso de escritura creativa «Nadie hablará del sida cuando estemos muertxs», el cual convocamos como parte del #InspiraFest en el marco del 1 de diciembre, Día mundial de lucha contra el sida. Hoy, en nuestro blog, les traemos el texto de Miguel Parpadeos, quien ganó el 2do lugar en la categoría Cuento ficción y relato breve. ¡Disfrútenlo!
¡ADIÓS, CHERNÓBIL!
Autorx: Miguel Parpadeos
Toño llegó jadeando, mientras veía a otra pareja subir al elevador. Habían pasado siete minutos de la hora acordada, los suficientes para hacerme dudar y huir del motel. Cuando me acerqué a saludarlo, me abrazó con la misma fuerza en que dos viejos amantes se reencuentran. Esta reacción me sorprendió. Después de la plática de hace unos días, lo primero que esperaba era que me dejara plantado, que me borrara de su vida. Pero no lo hizo. No cambió de opinión y aquí estaba frente a mí, en lugar de estar con cualquier chico, dispuesto a alquilar una habitación en uno de los tantos moteles de Tlalpan.
Fue el 18 de diciembre de 2018, unas horas después de hacer compras navideñas. Estaba sentado, jugando con el cordón de mi sudadera. Frente a mí estaba la doctora, sosteniendo los estudios en sus manos. Ella me insistió en que me calmara, que no era una sentencia de muerte y que estaría bien. Estoy seguro que de su boca salieron otras palabras, pero dejé de escucharla cuando dijo que el resultado lo formaban tres letras: VIH. Bastaron unos segundos para ver cómo se escapaba de mis manos la posibilidad de terminar una carrera, tener un trabajo, viajar, salir con mis amigos, tener mi propio despacho, volverme a enamorar. No se me escapaba la juventud; era la vida. Por primera vez sentí a la muerte respirar en mi cuello, o eso me hice creer.
Después de trescientas ochenta y siete dosis del antirretroviral, la doctora me daba otro panorama: el virus seguía en mínimas cantidades en mi cuerpo, las suficientes para no transmitirlo. Por si fuera poco, mis últimos estudios indicaban que mi cuerpo funcionaba como el de cualquier chico de mi edad. Podía seguir mi vida como si nada, siempre y cuando no dejara de tomar el medicamento. Era normal y seguiría con una vida normal.
En lugar de alegrarme por tan buenas noticias, me sentía confundido porque no entendía cómo podía ser posible. Cuando comenté con mi familia que tenía VIH, mi papá golpeó la pared al mismo tiempo que mi mamá disimulaba el rostro de preocupación. Durante un par de semanas, una botella de cloro fue puesta a un costado de la taza del baño. Mi ropa no se volvería a lavar con la de los demás. Los platos que ocupaba para la cocina eran lavados aparte con mucho más esmero. Cuando entendieron que no era un peligro, dijeron que me iban a apoyar, que saldríamos de esto juntos. Supe lo afortunado que era, porque no todos corren con la misma suerte.
En una clase de la secundaria, había escuchado del terrible accidente nuclear en Chernóbil, sobre cómo se convirtió en una zona a la que estaba prohibido estar por los altos niveles de radioactividad. Sin darme cuenta, me había convertido en esta ciudad. Era Chernóbil. Sabía que no se transmitía con un simple saludo de mano, el tocar una silla o escupir una gota de saliva de mi boca al hablar; sin embargo, me percibía como un peligro para cualquier persona con sólo estar a mi lado. Ahora, la misma doctora que me había dado el diagnóstico, era la misma que me reafirmaba que era normal, lo suficiente para poder tener sexo de nuevo y sin condón.

Al salir del consultorio me preguntaba si un chico radioactivo podía volver a coger o, mejor dicho, si tenía el derecho. En más de una ocasión que me topé con una publicación en Internet sobre el virus, leía el mismo tipo de comentarios: es nuestra culpa por ser jotos, por andar de calientes, por no cuidarnos; que todos éramos unos pinches sidosos, que ojalá muriéramos. Por más que uno trate de evitarlos, resurge la herida de culpa, que tal vez es un castigo.
Tuvieron que pasar varios días para que bajara una aplicación de ligue. Había renunciado a ellas porque estaba cansado de repetir la misma historia de hablar con chicos atractivos sin llegar a ningún lado. Empezábamos a romancear con frases cursis, mensajes de buenos días, hasta que me caía el veinte que, si lo enamoraba, tendría que confesarle que tenía VIH y sufrir el rechazo. En otras ocasiones, las conversaciones subían de tono, nos masturbábamos con nudes que nos enviábamos y esperaba a que llegara la eventual invitación a coger en persona, que terminaba por ignorar para evitarme de nuevo confesar que mi secreto. Este último escenario estuvo a punto de ocurrir con Toño, de no ser por un instante de locura.
Le escribí, así sin más, que tenía VIH. A los segundos, su única respuesta fue una pregunta: “¿Y?” Al mediodía del sábado, nos quedamos de ver en un motel en Tlalpan cercano a los dos.
Una vez en la cama de la habitación, Toño se acercó, tomó mi mano y la llevó a su rostro. Acaricié sus cejas, su pequeña nariz, la comisura de sus labios, su lengua. Introdujo cada uno de mis dedos en su boca, saboreándolos sin temor alguno. En verdad me deseaba. Mientras nos quitábamos la ropa, no despegaba mi boca de la suya. Lo besé como hacía mucho que no besaba a alguien. Mi respiración agitada bajaba por su pecho, dirigiéndose hacia su entrepierna. Su pene estaba erecto, húmedo como todavía estaban mis dedos. Al voltearlo, recosté mi cuerpo sobre el suyo. Aunque era Chernóbil, solitario y aislado del mundo, sabía que el lugar volvió a ser seguro para que la gente lo visitara. Toño estaba por descubrir mis avenidas, mis refugios y detalles que por tanto tiempo me negué a mostrar. Quería complacerlo, sin dejar de procurarlo en todo momento; más importante aún, quería cuidarme porque por primera vez en mucho tiempo sentía de nuevo lo mucho que valía. Me puse el condón y lo hicimos.
Al salir del motel, Toño me volvió a abrazar con la misma fuerza de antes para despedirse. Mientras estaba en el metro, me vi reflejado en el vidrio de una puerta. Quien estaba ahí no era Chernóbil, porque alguien por fin había recorrido aquel lugar de peligro sin tener que arriesgar su vida. Ahora aparecía de nuevo Octavio, con su cabello desaliñado y los hoyuelos en su cara al sonreír. Estaba de vuelta, o tal vez siempre había estado ahí. De nuevo era yo, el que siempre había sido y nunca había dejado de ser. Cuando salí de la estación, era libre como en mucho tiempo no me había sentido.
Ficha técnica:
¡ADIÓS CHERNÓBIL!
Autorx: Miguel Parpadeos
2do lugar en la categoría Relato breve
#TuOrgulloNosInspira
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